Las manos eran pájaros tornasolados que se agitaban para despedir, por fin, al poeta, al cantor, y luego volar a las tierras del cielo a volver a estrechar su alma de colibrí embriagado de miel. Su paso y su risa de dientes albos fue vitoreada por millones, por pétalos de rosas, papeles con versos, artistas, obreros, mujeres, niños que nunca le conocieron las manos ni las estrecharon, solo su canto que ha esparcido el viento por los 7 confines del mundo. El pueblo salió al ruedo de los tiempos. No los ciudadanos, no la gente, era el pueblo, ese de otros momentos.
Mi ciudad se convirtió en mil banderas flameando y llenando el espacio de aromas de jazmines. El mismo que un día te salió por la boca, Víctor. Tu rostro saludó al calor de una tarde que fue larga. La gente coreaba tu canto carmesí, tu poesía que ennoblece y convierte en futuro las tinieblas, tu poesía que reclama y se duele, tu poesía de artista que mira.
En medio de todas y todos, iba yo, con las trenzas de antaño. Pasó la historia como una ráfaga por mis ojos… Otros funerales prohibidos, otras muertes que quedaron errantes, otras yo y otros tú, lo que fuimos construyendo y destruyendo. Pasaron esas otras batallas perdidas, esas palabras, esas esperanzas que de tanto volar, se cansaron aunque digan lo contrario. Las esperanzas que hoy emergen, son otras. Al menos tienen otros sabores, nuevas morfologías, nuevas urgencias. Ese día sentí que el mundo, nuestro mundo ha cambiado tanto.
Frente a mis ojos estábamos todos y todas como fuimos un día: Las mismas banderas, gritos antiguos, las mismas compañeras de pelos azabaches y caderas generosas, esas bellas chilenas que no se ponían botox ni silicona y tenían ojos de azucena. Estaban ellos, los morenos de largos pelos, los roncos, los compañeros por los que morimos un día. La calle se llenó de imágenes y de humanos que querían algo que ya no estaba.
Sentí que necesitábamos de estos ritos fúnebres y que, con Víctor Jara, enterrábamos a todos nuestros muertos. Que nunca nos dejaron hacer el duelo público, que no hubo espacio para llorar lo que la muerte se llevaba entre sus manos, que no nos permitieron legitimar la pérdida y que esta fuera reconocida por la fría comunidad nacional, quizás avergonzada de haber permitido el crimen, el asesinato o, directamente, haber tomado el arma letal y apretado el gatillo. No ha existido el tiempo amoroso de llorar a los que cayeron, de entrar a las Villa Grimaldi, a 4 Álamos, a las Islas Dawson y a todos esos campos de exterminio con tambores y humos sagrados a sanar y limpiar. Nadie quiso realmente ver, hubo negociaciones, gestiones en la medida de lo posible, se cuidó, también, a los que empuñaron el arma para volarnos el corazón y la cabeza. En fin… No hubo tiempo, voluntad y nosotros, los caídos, los arrebatados, no tuvimos, tampoco, la fuerza de tomarnos ese espacio legítimo y necesario para llorar, todos juntos, por lo perdido. Y cómo no hubo ese espacio, tampoco pudimos mirar lo que pasó, mirarlo inserto en los acontecimientos del mundo, entenderlo, transformarlo. Quedamos atrapados al dolor desgarrador, a la amargura, ¿cómo no?.
Y entonces ha costado que la conciencia se ilumine y expanda. Hemos seguido llorando, penando, encendiéndonos de ira, repitentes de un modo que ya no existe. ¡Qué dolor pronunciarlo! Si, ya no existe.
Sentí que enterrábamos, también, esos años, esos gritos, esas consignas, ese modo de estar parados en la tierra, ese presuroso ir tras el todo nada, ese tiempo de puños, cascos, revoluciones que conllevaban sangre y triunfo y derrota. Sentí que en esa lógica, nos vencieron, nos arrebataron el corazón, las alas, y ese discurso que abrazaba a los más pobres y humildes. En esa lógica de amigos y enemigos, el enemigo, nos venció y, a pesar de los millones de seres cantando y llorando en las calles de mi ciudad, estaba claro, que en esa lógica mortal, el enemigo nos venció.
Sin embargo, la sonrisa de Víctor y su poesía, las lanas de Angelita Huenumán y esas bailarinas y bailarines danzando kilómetros y kilómetros por los sueños, los actores y actrices con sus murgas y carnavales derramando la belleza, la dignidad de Joan con sus ojos verdes y su pelo blanco caminando la ciudad para despedir a su hombre, la emoción y la genuina esperanza de construir el reino en la tierra de todas esas mujeres y hombres que salían ese sábado a abrazar al poeta y en él a todos y todas, pero sobre todo a sí mismos… Ahí no nos vencieron. Ahí no vencieron al amor que puja por volver a ser parido como nuevo hijo o hija que traiga la resurrección de la alegría y del abrazo pendiente, ese abrazo que nos convierta, por fin, en uno. Llevo, para siempre, a Víctor Jara en el corazón, lo atesoro como diamante resplandeciente y pongo en mi conciencia el deseo de la transformación de la forma. Que mi voz no vuelva a alzarse en contra de nada y nadie, sino a favor de la vida, que mi alma no vuelva a decretar enemigos, que mi cuerpo y mi creatividad no deje de afirmar que el amor es posible. Sigo en pie, Víctor, amado compañero, quiero seguir en pie, luchando por los todos y todas que viven allá afuera pero que viven, también, aquí adentro. La única victoria es la del encuentro.